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Durante años muchos menores fueron abusados en un centro de la Iglesia en Argentina. Nadie quiso oír las denuncias de las víctimas o sus familiares.

Eran niños, sordos, y muy pobres. Las víctimas ideales. Era fácil convencerles de que no contaran nada. Y si lo hacían, como pasó con algunos, nadie les creería. Todavía hoy, ya veinteañeros, sorprenden a los abogados y fiscales por las caras de terror que ponen en las rondas de reconocimiento cuando ven al padre Corradi, de 82 años. Se llevan la mano a la boca y cierran el puño. Le siguen teniendo miedo aunque esté en la cárcel. Son los niños del Provolo de Mendoza (oeste de Argentina), un instituto para sordos donde se cometieron abusos sexuales de todo tipo durante años sobre menores incluso de cinco años. Realizados en su mayoría por curas, en ocasiones con la ayuda de una monja que probaba a las niñas y niños para encontrar a los más débiles y entregárselos a los sacerdotes.

Hay seis detenidos y el centro cerró en diciembre. Ya ni la Iglesia se anima a negar lo que pasaba allá adentro. Las violaciones y vejaciones de todo tipo —una adolescente denuncia que fue encadenada y objeto de abusos por cuatro personas a la vez— se producían casi siempre en un altillo, en una sala a la que llamaban “la casita de Dios”. La policía encontró las cadenas y material pornográfico. “Al subir las escaleras en una inspección, una víctima nos señaló una imagen de la virgen y nos dijo: ‘Siempre que pasaba por aquí, la monja mala se persignaba’. ¿Cómo podía ser tan hipócrita?”, cuenta el fiscal del caso, Gustavo Stroppiana, al que le cuesta dormir por las noches —tiene hijos menores— después de las cosas que escucha en la investigación. La monja ha sido detenida esta misma semana ante las pruebas contra ella.

“Varios testimonios coinciden. Primero, la monja Kumiko Kosaka golpeaba a los menores para probarlos. Los que se resistían, se salvaban. Los que eran sumisos terminaban siendo abusados”, explica Sergio Salinas, abogado de varias víctimas y gran impulsor de la causa apoyado por su asociación, Xumek. Una niña de cinco años, hoy adolescente, fue violada repetidamente por Corbacho, otro cura del Provolo detenido. “La monja la llevaba a la habitación del cura, a sabiendas, y un día le puso un pañal para disimular la hemorragia y poder llevarla al comedor. Le dolía tanto que no se podía sentar. Ella les hizo ver pornografía, hacía que las niñas se tocaran. Eran niños muy pobres, con familias con problemas, que apenas les veían porque estaban internados. Además los elegidos eran los que tenían más dificultades para comunicarse con sus padres, los que no conocían el lenguaje de signos”, dice Salinas.

El abogado y las víctimas, una veintena de momento —siguen apareciendo nuevos testimonios, que se animan a denunciar al ver en la televisión que los curas a los que tenía terror están encarcelados— no están solos. El fiscal cuenta la misma versión. “Cuando estaban dentro, los amenazaban con echarlos si hablaban. Hay que tener en cuenta que muchos de estos niños venían de villas miseria, el centro era como un hotel de lujo para ellos. Les decían que sus familias tendrían muchos problemas si decían algo. Cuando salieron, convivieron con miedo y vergüenza. Algunos hoy tienen hijos, les cuesta contar lo que les hicieron. Pero se dan fuerza unos a otros. Algunos eran tan chiquitos que no podían transmitir lo que pasaba, no sabían. Hemos encontrado muchos que se autolesionaban porque no podían contar lo que les estaban haciendo. Ahora quieren hablar al verlos detenidos. Un chico que hoy vive en la provincia de San Luis nos dijo: ‘Si los dejan libres yo me mato”.

Las víctimas, hipoacústicas, están muy protegidas. Sus familias prefieren no hablar. Pero hay una que sí lo hace para EL PAÍS. Es Cintia Martínez. Su hijo, ahora de 20 años, fue objeto de abusos por su cuidador, que antes había sido otro interno del Provolo y a su vez había sido violado por uno de los curas. “Mi hijo vio como abusaban del que después le violó. Era una cadena. Todavía hoy le tiene terror a Corradi. Su relato siempre se detiene en él. Dice que le tiene mucho miedo”.

Efecto dominó

Cintia está especialmente dolida. Si le hubieran hecho caso se podían haber evitado muchas víctimas. En 2008, ella vio que su hijo, internado en el Próvolo, interno en Provolo, estaba muy mal. “Dormía con la luz prendida, empezó a lastimarse, se cortaba los brazos, las piernas, me decía que no quería ir allí. Y un día me trajo un dibujo pornográfico, era una persona mayor haciéndole sexo oral a otra. Habían puesto ojos como de otros que miraban. Me contó que lo habían obligado a hacer sexo oral con otro alumno”. Cintia fue a la escuela escandalizada. Pero allí le pidieron que no contara nada, le prometieron que iban a apartar al responsable. Ella denunció el caso ante la fiscalía y sacó al niño. Nadie le hizo caso.

“Ni siquiera las madres me creyeron. Les dijeron que mi hijo y yo éramos conflictivos. Se hubiera parado ahí. Pero no. Siguió hasta 2016. Eso es lo que me duele”. Cuando entraron en el Provolo para detener a los curas y cerrar el centro, los investigadores encontraron semen en la ropa interior de una menor.

Los abusos llegaron hasta el último día, y solo se frenaron de casualidad, porque una menor le contó todo a una intérprete justo cuando estaban en un edificio con el fiscal y la vicegobernadora al lado. Fueron rápidamente a explicárselo a ellos y se inició la causa. Una víctima llevó a otra y todas fueron confesando en un efecto dominó. La Iglesia nunca hizo nada por pararlo. “Yo sigo creyendo en Dios, pero desde luego nunca más en la Iglesia”, se indigna Cintia. Solo en Argentina, el país del papa Francisco, hay 62 curas denunciados por abusos desde 2002. Solo tres de ellos han sido expulsados. Los demás siguen siendo sacerdotes, incluso encerrados en la cárcel.

 

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